La aflicción no es inmóvil; es fluida, inestable y sus llamas, mas azules que anaranjadas y rojas, y aveces de un verde pálido espantoso, lo torturan a uno por un costado en el interior del cuerpo, a veces por el otro costado, a veces por todo el interior y con mucha fuerza, hasta que te ves gritando en silencio como en la famosa pintura de Munch en la que una persona da un alarido sobre un puente. [...]
No obstante, he conocido, hemos conocidos todos, la alegría, la felicidad incluso. La armonía del mundo no se emborrona o ensucia ni siquiera en los momentos de peor horror. Goya lo sabía, El Bosco. Cuando murió Sara me quise morir también, claro, y estuve cerca del suicidio. Durante las semanas que siguieron pensé muchas veces en ir a uno de esos hermosos precipicios neblinosos que hay por esta región y despeñarme. Con dos rebotes en dos peñas se hubiera vuelto añicos alguien de mi edad. Me habría puesto mi ropa elegante, la de recibir homenajes, como corresponde a un anciano romántico como yo, y habría esperado, todo bien vestido, y muerto, y sucio, y despatarrado, el elegantísimo círculo que empezarían a trazar sobre mí los gallinazos.
Cincuenta años de deleite sensual y alegría espiritual —y me veo obligado aquí, por el lenguaje, que es tosco por naturaleza, a describir como dos cosas algo que en su manifestación más sencilla y pura es una y la misma— con una mujer que tuvo la capacidad de vivir la ternura y el placer de la misma forma que tuvo la de crear jardines con heliconias y helechos y palmas y bosquecitos de sietecuertos, y estanques y plantas acuáticas.
No por nada quise despeñarme.
Tomás González, La luz difícil.
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