sábado, 30 de junio de 2012

Del inconveniente de elegir

Probablemente en el momento en que el abuelo de Teresa, un comerciante praguense, empezó a manifestar en voz alta su adoración por la belleza de su hija, la madre de Teresa. Ella tendría entonces tres o cuatro años y él le contaba que se parecía una de las madonas de Rafael. La madre de Teresa, con sus cuatro años, lo recordó perfectamente y cuando, más tarde, estaba sentada en el banco del colegio, en lugar de prestar atención al profesor, pensaba en cuál sería el cuadro al que se parecía.

Cuando llegó el momento de casarse tenía nueve pretendientes. Todos se arrodillaban en círculo a su alrededor. Ella estaba en medio como una princesa y no sabía a cuál elegir: uno era más guapo, el segundo más gracioso, el tercero más rico, el cuarto más deportista, el quinto era de buena familia, el sexto le recitaba versos, el séptimo había viajado por todo el mundo, el octavo tocaba violín y el noveno era de todos el más varonil. Pero todos estaban arrodillados del mismo modo y tenían los mismos callos en las rodillas. 

Si al final eligió al noveno no fue tanto porque fuera de todos el más varonil, sino porque, cuando ella le susurró al oído: «¡Ten cuidado, ten mucho cuidado!», mientras hacían el amor, él, intencionadamente, no tuvo cuidado y ella tuvo que casarse a toda prisa con él, porque no consiguió a tiempo un médico que le hiciera un aborto. Así nació Teresa. Sus numerosísimos parientes vinieron de todos los rincones del país, se inclinaban sobre el cochecito y murmuraban. La madre de Teresa no murmuraba. Callaba. Pensaba en los otros ocho pretendientes y todos le parecían mejores que aquél noveno.

La insoportable levedad del ser, Milan Kundera.

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