martes, 17 de agosto de 2010

Tú, yo y el otro.

Un día me levanté y tu presencia se convirtió en un recuerdo forzado. Ese día entendí que la única manera de entender las cosas, es no preguntándome por las mismas. Un día me levanté y nunca más regresaste, sólo me quedo tu imagen, un par de palabras y el sabor incierto del haber hecho más que lo suficiente o no.

Desde ahí cambie, cambiamos. Transmuté en un ser inventado, nuevo, arrogante y falso. Se había acabado la poca luz que irradiaba y sería un engendro oscuro, siempre acechando desde las fauces de la retórica: siempre jugando, nunca perdiendo.

Y así me levanté muchos días; riéndome, mofándome de algunas lastimeras existencias; ya tu recuerdo ni siquiera dolía, aunque estaba ahí y nunca se iba. Me levantaba y ahí estuvo otro, y otro, aunque sólo uno quedó, y esperaba a las noches, y esperaba para esperarte a ti, y entonces ese recuerdo inició un sueño, y ya no te quería, mas le quería al otro.

Un día me levante, y tampoco estaba el otro. Sólo estaba mi cabeza y una almohada mojada por las lágrimas inventadas de un desamor hipotético, pero tú no estabas, o yo no quise que estuvieras. Sabia en lo más profundo de mí que no se podía continuar, no se puede seguir adorando a una deidad.

Me imaginé que te hablaba, me imaginé que me despedía para siempre. Me desperté queriendo regresarte al tiempo fácil.

Hoy duermo y no me importa quien esté cuando despierte, al fin y al cabo primero fue uno y después otro, y así me volveré coleccionista de amaneceres y de recuerdos, de miradas raras, y cazaré el halago que me traiga felicidad aún cuando sólo sea por un despertar.

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